Continuando con la publicación del profesor Bethencourt Massieu, referente a terremotos del año 1793 en El Hierro, respecto al fervor religioso observado en los herreños a través de los dos manuscritos existentes manifiesta:
“En aquellos tiempos era lógico que la primera reacción de los herreños fuera la de interpretar el auxilio divino como remedio exclusivo ante un fenómeno telúrico que para ellos carecía de cualquier explicación y les era por completo inédito.
En el caso que nos ocupa el fervor obedeció a causas de fácil explicación. La tradición, ya aludida, y el profundo sentimiento religioso de los herreños, ante una catástrofe que presentían. El aislamiento del mundo exterior que hacía enormemente problemática una evacuación masiva, si llegara el caso. El pavor desencadenado por movimientos sísmicos continuos y de intensidad variable, acompañados de extraños y profundos ruidos, a lo largo de tres meses y medio, con sólo dos perspectivas: la muerte o el desarraigo, en el mejor de los casos.
Por ello, desde l principio comenzaron las imprecaciones y rogativas. En efecto, Rafael Padrón lo dice en su carta gráficamente: “los recursos al sielo se repiten con rogativas embiadas con ríos de lagrimas”. Observese que emplea el término rio, algo que jamás ha visto y sólo imagina. El Día de la Ascención, 9 de mayo, cuando redoblaban los temblores, el cura de Valverde, que ya había iniciado entre otros actos de desagravio una misión, decide dejar expuesto el Santísimo permanentemente, “y, a la noche, a las pocas palabras que el Benerable Beneficiado Frías dixo, no quedo emulación que en público no quedara reconciliada. Si necesitara –continúa el alcalde- hacer ensayo formal para la ora del último juicio, ya los erreños lo tenemos hecho imitado, que parece imposible pueda aber diferencia”
Cosme Burós muestra su extrañeza, aunque en términos más egoístas: “… hubo en este Pueblo una grande y piadosa conmoción. Con este motivo vino a mi casa el capitán Don Antonio Payba y el Teniente Don Juan José Padrón, uno en pos de otro, y con expresiones y posturas bastante humildes y cristianas me pidieron perdón. Este espectáculo me enterneció mucho”
Así continuaron los días y las noches, en que todos se preparaban a bien morir, o esperaban que sus plegarias surtieran el efecto deseado. El 13 de mayo comenzaron los ayunos generales “y las noches enteras esta Yglesia llena de precasiones y esperando por horas este ataque”, o sea, que reventara un volcán en proporción con los seísmos que sacudían la Isla.
“En aquellos tiempos era lógico que la primera reacción de los herreños fuera la de interpretar el auxilio divino como remedio exclusivo ante un fenómeno telúrico que para ellos carecía de cualquier explicación y les era por completo inédito.
En el caso que nos ocupa el fervor obedeció a causas de fácil explicación. La tradición, ya aludida, y el profundo sentimiento religioso de los herreños, ante una catástrofe que presentían. El aislamiento del mundo exterior que hacía enormemente problemática una evacuación masiva, si llegara el caso. El pavor desencadenado por movimientos sísmicos continuos y de intensidad variable, acompañados de extraños y profundos ruidos, a lo largo de tres meses y medio, con sólo dos perspectivas: la muerte o el desarraigo, en el mejor de los casos.
Por ello, desde l principio comenzaron las imprecaciones y rogativas. En efecto, Rafael Padrón lo dice en su carta gráficamente: “los recursos al sielo se repiten con rogativas embiadas con ríos de lagrimas”. Observese que emplea el término rio, algo que jamás ha visto y sólo imagina. El Día de la Ascención, 9 de mayo, cuando redoblaban los temblores, el cura de Valverde, que ya había iniciado entre otros actos de desagravio una misión, decide dejar expuesto el Santísimo permanentemente, “y, a la noche, a las pocas palabras que el Benerable Beneficiado Frías dixo, no quedo emulación que en público no quedara reconciliada. Si necesitara –continúa el alcalde- hacer ensayo formal para la ora del último juicio, ya los erreños lo tenemos hecho imitado, que parece imposible pueda aber diferencia”
Cosme Burós muestra su extrañeza, aunque en términos más egoístas: “… hubo en este Pueblo una grande y piadosa conmoción. Con este motivo vino a mi casa el capitán Don Antonio Payba y el Teniente Don Juan José Padrón, uno en pos de otro, y con expresiones y posturas bastante humildes y cristianas me pidieron perdón. Este espectáculo me enterneció mucho”
Así continuaron los días y las noches, en que todos se preparaban a bien morir, o esperaban que sus plegarias surtieran el efecto deseado. El 13 de mayo comenzaron los ayunos generales “y las noches enteras esta Yglesia llena de precasiones y esperando por horas este ataque”, o sea, que reventara un volcán en proporción con los seísmos que sacudían la Isla.
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